Bailar
Lo increíble de besarte fue la entrega, el tallo suave del
Armagedón. Fue que estabas completamente dispuesta, y yo estaba completamente
ávido, completamente frenético, completamente poseído hacía varios días de sólo
pensar en el vértigo de tu sombra en el pastito verde, junto a mi sombra en el
pastito verde. Fue sentir que te derretías con maestría y control total,
mientras yo improvisaba atónito (atónico) y me llenaba de barro y de sudor.
Lo increíble fue el derrumbe a tus espaldas que no me
importó, el ave negra que pisó mi hombro y después me arrancó un ojo, la
carnada que mordí iluso, frágil, patético. La carnada que mordería cien veces más
para volver a sentir que el mundo es diminuto y cabe en tu mano apretando la
mía.
Lo increíble fue el gustito a derrota. La obligación de
empezar a creer en eso que estaba sucediendo y bailar por primera vez en toda mi
puta vida. Fue flotar como un fantasma y necesitar meses para escribir algo sobre
aquel beso (nunca antes había querido escribir algo sobre un beso), porque durante
un tiempo, mis dedos estuvieron petrificados de miedo y delicia, y mi cuerpo se
volvió un genio matemático calculando: que esto sí, que esto no, que más tarde,
que más despacio, que aflojo para que vuelvas, que me aguanto, que no me
aguanto más.
Lo increíble fue la suerte, cabalgar el alud que provocó aquel
miedo, estrangularlo y gozarlo. Estrenarlo. Usarlo hasta que simplemente se
gastó, y no dejó más que unas disculpas y un abrazo largo pero no mucho.
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