A fin de cuentas

Cuando mi viejo murió, agonizó durante días en un cuarto de hospital, calefaccionado por el clima típico de un enero en Buenos Aires y el cariño familiar que llegaba de todos lados para acompañar su hasta luego. Éramos muchos queriendo menguar una herida que venía sangrando hacía un tiempo, y recuerdo bien como mi vieja, complemento inigualable suyo durante veinticinco años, no le soltó el alma ni un segundo. Nunca vi con tanta claridad lo que es amar a una persona.
Sorprendentemente, cuando se bajó el telón, ella no estaba. Una psicóloga que nadie había llamado la había citado cinco minutos antes para hablar en el pasillo del hospital español. Casualidad, o energía del pensamiento de mi viejo para que ella no sintiera como injustamente y de golpe se enfriaba su piel. Todo el amor de sus manos no merecía tal espectáculo.

La mañana del día en que mi hermano mayor (protector, guía y sumo referente mío) falleció, nos habíamos despertado con un llamado bien claro: faltaba poco y había que ir para estar juntos un rato más. El día se tornó interminable, repleto de emociones inconclusas, y cuando su pecho dio los últimos latidos estaban con él mi vieja, una tía y mi hermana. Yo no estaba en la escena, había salido a conversar y despejarme un poco, porque la cruda impotencia exige al llanto seguido de distracción para aguantar.
La gente joven no debería morir. Nunca se está listo para semejante despedida.
Yo, por supuesto, no lo estaba, y él lo sabía muy bien porque conocía todos mis pasos. Me gusta pensar, entre otras cosas, que fui su elección esa tarde.
Cuando la hermana de mi papá, eje de fortaleza, docente, y palabra compañera de todos en la familia, murió no había nadie. Su padecimiento fue lo suficientemente voraz como para que sus hijos y yo no soportáramos estar allí y los adultos aptos organizaran turnos rotativos para cuidarla, porque el desgaste era enorme y a esa altura el cuerpo pesaba tanto como las lágrimas. Diez minutos después de comenzado el primer turno de la primera noche de una enfermera contratada, mi tía se volvió calma.
No me cuesta creer que nos cuidó a todos, porque fue lo que hizo toda su vida: cuidar y enseñar.

Un poco por instinto, otro poco por obra de la cultura, el miedo a la muerte se instala en el hombre con tanta saña que cuando ella está cerca las ideas y las represiones se vuelven diminutas a la vez que afloran fuerzas, razones y virtudes que quizás no conocíamos. Yo la cuido a ella, ella te cuida a vos, vos me cuidás a mí hasta las últimas y más negras. Es un círculo sagrado que a veces se grafica en abrazos bien largos o una casa llena de amigos. Por suerte.
Está en ese instinto humano soportar lo que sea en pos de cuidar lo que es querido. Es una necesidad vital como la supervivencia, el descanso o la reproducción. Por lo tanto, somos también para proteger aunque a veces lo olvidemos. Incluso mientras morimos.

Junto con el miedo a la muerte, la cultura perversa y funcional (a esta altura no caben dudas) al pez más gordo trae consigo un sinfín de intereses que nos siembra en la frente desde que nacemos y riega siempre que nos descuidamos. El talento, el saber, la carrera, la noviecita, el viajecito, la bodita, el autito, la casita, y vaya a uno a seguir enumerando si quiere entristecer.
Lo cierto es que nadie sale campeón en esta inmundicia. Hace cinco mil años, que nadie sale campeón y la corona está vacante porque ha roto todo cuello que intentó sostenerla.
Un tipo adoctrinado adoctrina a su mascota para alzar la pata ante un bollito de carne picada, naturaliza el hecho, y crece violentamente ofreciendo cuanta pata puede a sus padres, jefes, compañeros, hijos o maestros por un bollito de lo que sea, honrando el modelo glotón que lo parió. Todos (no se salva nadie) oprimidos que olvidaron conmoverse.

Y si en definitiva crecer es despojarse hasta de lo más querido, despojarse hasta de la sangre de la sangre, porque la naturaleza es implacable y no compadece jamás, para qué sirven tantos preceptos, tantos horizontes calculados (para qué me sirve tu progreso de mierda, clase media).

Ni bien intentamos hacernos a un costado de aquella rueda posesiva, compramos la idea falaz de que lo único que no nos pueden arrebatar es lo aprendido. Cualquier aprendizaje es relativo y toda experiencia puede ser simplemente un error que nadie nos arrebata porque no vale la pena. Lo único, realmente, que nadie puede quitarnos es aquello que dimos, nuestro despojo. Nadie, entonces, podría jamás borrarnos la amistad, madre hermosa del dar porque se siente, sin trucos ni ataduras. Lo verdaderamente peligroso de estas tierras es quedarse sólo por torpe o por maldito, porque en ese barro, espeso de telas de araña, las patadas van todas hacia el culo y ninguna hacia adelante. Debemos entonces temerle más a nuestras miserias, a nuestro apego enfermo, al hijo de puta que llevamos dentro y que nos dejará vacíos ni bien pueda, que a la muerte.

Hace cinco mil años que paseamos por civilizaciones y dogmas de todos los colores. Sobraron las segundas oportunidades y sin embargo seguimos cortándonos el cuello con la misma espada, porque obedecemos a los mismos verdugos.

Esos cinco mil años, suficientes para llenar a los poderosos de poder y a los súbditos de resignación, hoy se mean tanto de risa por lo autodestructivo y robótico de nuestra evolución hecha en serie, flor del germen de nuestro propio rechazo, que son incontenibles las ganas de frenar, culparse un poco y escribir débil pero esperanzadamente, porque uno necesita respuestas y a fin de cuentas no están tan locos los que dicen que la crisis es de amor.

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