Primer intento
Crecí en una casa cálida y no voy a decir que la infancia
fue difícil, particular, ni mucho menos. Los pasos típicos clase media hacían
nido en nuestra cotidianidad, los domingos llenaban las mesas de tuco y de nietos,
y el mate se paseaba como un apéndice del cuerpo que crecía a uno cuando
grande, después de la barba, e invitaba a bailar en sorbos de paciencia sin
restricción horaria. Millones de litros de agua a punto de hervir cautivaron
mis ojos por años, pero jamás mi garganta.
Siempre me sedujo un ademán acogedor que se puede entrever en la gente mientras calienta la pava que los hace parecer más sensatos, más animales. Nadie imagina a sus enemigos tomando mate.
Siempre me sedujo un ademán acogedor que se puede entrever en la gente mientras calienta la pava que los hace parecer más sensatos, más animales. Nadie imagina a sus enemigos tomando mate.
Sin embargo el asunto del sabor jamás lo entendí, pero puedo arriesgar que ese hervor
amargo en verdad no gusta, sino que es el costo de un mimo que se da la gente mientras
se divierte y se acepta ahí estatua. Hay que divertirse tomando mate para tomar
mate, como hay que divertirse en la música para ser músico y divertirse en la
urgencia para ser médico o gran amigo (hay que estar loco para ser soldado).
Sentarse quieto en la mesa de la cocina o en una plaza, rompe los cerrojos de la memoria y ella irrumpe radiante, transformando el pasado en una historia apropósito mal contada. A veces es amable y envía imágenes en forma de cuadro que pinta con siete colores, y otras veces es un chacal que escupe una gigante piedra monocroma sobre nuestra espina dorsal, sesgando toda posible apreciación o elección (cuando la espalda está doblada el hombre va obligado mirando el suelo, y allí solo encuentra mierda por pisar). El deseo es un motor que consume el combustible fósil de la experiencia y manda a la memoria al caño cuando tira para atrás, evitando que esto de cebadas y pensamiento transmute en sombrío escolazo.
Hoy, a las dos de la mañana y con la nostalgia salvaguardando las llagas del tiempo, me acerco a la yerbera sin saber bien que hacer, buscando un aliado ausente, y preguntándome si este símbolo bebible no es acaso un instrumento para aprender un poco más de la vida y un poco menos de la muerte. No vamos a ser tan torpes, de andar necesitando que corceles negros se acerquen para atrevernos a forjar una quimera. No otra vez señores.
Sentarse quieto en la mesa de la cocina o en una plaza, rompe los cerrojos de la memoria y ella irrumpe radiante, transformando el pasado en una historia apropósito mal contada. A veces es amable y envía imágenes en forma de cuadro que pinta con siete colores, y otras veces es un chacal que escupe una gigante piedra monocroma sobre nuestra espina dorsal, sesgando toda posible apreciación o elección (cuando la espalda está doblada el hombre va obligado mirando el suelo, y allí solo encuentra mierda por pisar). El deseo es un motor que consume el combustible fósil de la experiencia y manda a la memoria al caño cuando tira para atrás, evitando que esto de cebadas y pensamiento transmute en sombrío escolazo.
Hoy, a las dos de la mañana y con la nostalgia salvaguardando las llagas del tiempo, me acerco a la yerbera sin saber bien que hacer, buscando un aliado ausente, y preguntándome si este símbolo bebible no es acaso un instrumento para aprender un poco más de la vida y un poco menos de la muerte. No vamos a ser tan torpes, de andar necesitando que corceles negros se acerquen para atrevernos a forjar una quimera. No otra vez señores.
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